martes, 31 de marzo de 2015

HOMENAJE A ANDREAS LUBITZ

El choque del Airbus 320 de Germanwings en los Alpes franceses ha causado conmoción alrededor del mundo. Según las investigaciones, el responsable del siniestro fue el copiloto de la aeronave, Anderas Lubitz, quien aprovechando la salida del piloto al baño, bloqueó la puerta de la cabina e intencionalmente activó el mecanismo de descenso ocasionando el choque.

Según las cajas negras, el piloto, junto con algunos pasajeros, intentaron desesperadamente abrir la puerta de la cabina del avión. Dicen los diarios que en las grabaciones se escucha la alarma de pérdida de altitud y los gritos angustiosos de los pasajeros. Luego de 8 minutos, la aeronave se estrella a más de 700 Km/h contra los Alpes, desintegrándose con 150 personas en su interior.

Una bomba mediática estalla. Junto a las investigaciones, los medios divulgan el proceso que llevan las autoridades. Luego de haber descartado un atentado terrorista o una falla mecánica toda la culpabilidad recae sobre el copiloto. Las cajas negras han hablado. El silencio que guarda Andreas en las grabaciones, mientras el capitán intenta forzar la puerta lo dice todo.

 La vida de Andreas se transforma ahora en el eje central del suceso. La gente discute, lanza hipótesis, se pregunta, se indigna, se sorprende, se ofende. En las cadenas televisivas hablan los pilotos, los psiquiatras, los presidentes y los técnicos. Los índices de audiencia suben, el suceso logra alimentar la morbosa necesidad de las masas por misterio, por intriga; no hay mejor telenovela que la realidad. Todos se preguntan: ¿Cómo un tipo común y corriente termina estrellando un avión lleno de personas en medio de los Alpes? ¿Qué clase de monstruo era el copiloto para estrellar un jodido avión contra las montañas? ¿Qué clase de enfermo se quita la vida junto con 149 personas inocentes?

El mundo juzga a Andreas, por enfermo, por loco, por villano.

Para mí, Andreas oscila entre el mártir y el héroe.

Él representa lo que significa vivir y morir en el universo caótico; ser víctima de la cruel y deshumanizante maquinaria a la que nos hemos sometido por voluntad propia; ser un héroe devastador y valiente, rompiendo con todos los esquema morales y sociales,  tomando las riendas de la libertad, con la clara consciencia de las repercusiones de sus actos.

La gente se preocupa justamente por las consecuencias de su accionar, buscan encontrar los motivos que lo llevaron al suicidio y al asesinato. Pero intentar de comprender estas acciones es fútil, ya que en la lógica interna de este fenómeno no podemos encontrar sino las contradicciones propias de lo que significa ser humano, es decir, ser caos organizado. Las razones nunca serán suficientes: desprendimiento de la retina, frustración profesional, sensación de mediocridad existencial, necesidad de reconocimiento, inconformidad frente al establecimiento, depresión clínica...  Las investigaciones seguirán y se descubrirá más y más sobre su personalidad y sus dolencias, pero nadie podrá entender la suma de factores que llevaron a tal desenlace.

Y no se podrá comprender, además, porque serán los mismos causantes del mal de Andreas quienes juzguen el hecho. Y estos no se verán a sí mismos reflejados, sino que verán el rostro de un sujeto triste y agobiado que increíblemente logró pasar desapercibido todos sus estándares y pruebas de felicidad y funcionalidad para recordarles con una estrepitosa explosión en medio de los Alpes que él es el hijo legitimo hijo de la angustia y del sinsentido. El hijo del mundo contemporáneo.

Su regalo en forma de explosión  nos ha llegado como un recordatorio del ahogamiento al que nos conduce este mundo corporativizado, feliz, organizado y eficiente.

Así mismo, otro punto en verdad interesante no es el hecho de que las personas al interior de la aeronave hayan muerto, porque gente muere todos los días, sino la experiencia que tuvieron antes de morir. Andreas le regaló a la tripulación los 8 minutos más intensos de todas sus vidas. Sus últimos 8 minutos para que se debatieran entre la rendición ante el fatídico destino o la lucha inútil contra la puerta de seguridad. 8 minutos en los que la incertidumbre de desaparecer al siguiente segundo inundó las tripas y las consciencias de los tripulantes. 8 minutos para pensar en el pasado, el presente y el inmediato y trágico futuro.

Creo que todos deberíamos tener 8 minutos como los que tuvo la tripulación del Airbus 320; 8 minutos para reencontrar nuestra vida, escondida bajo la pesada farsa de las instituciones, el dinero y las posiciones sociales.

Y sin embargo él no flaqueo frente a los ruegos agónicos del capitán y el resto de la tripulación, sabía que una vez tomada la decisión ya no había marcha atrás, por eso no abrió la puerta. Sabía que, junto con su muerte, también se irían 149 personas con familias, sueños y proyectos.

“¡Por el amor de Dios, abre la puerta!” Gritaba el piloto. ¿Amor a Dios? ¿Cuál Dios? ¿Acaso estuvo ahí para rescatar a todos esos inocentes pasajeros? Contemplen el abandono de las deidades.

Sinceramente, el valor de Andreas Lubitz no tiene comparación. Muchos dicen que un suicida es un cobarde, pero en realidad es el mayor y único acto de verdadero valor que uno puede realizar en la vida; más si es llevándose a 149 (y si es posible más) personas en el proceso. Cualquiera que diga que Andreas es un cobarde es un mentiroso, un pobre aficionado a los discursos de mediocridad optimista.

En fin, quizás lo más loable de todo es que Andreas no hizo lo que hizo en nombre de alguna causa ideológica o política. No hubo discursos más grandes que si mismo y su dolor. A fin de cuentas, lo hizo en nombre de su desesperación, lo hizo en el silencio de la convicción, impulsado por la inagotable angustia propia de la humanidad.


Él es mucho más que un caso psiquiátrico, un enfermo mental. Andreas Lubitz es un profeta de nuestro tiempo. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Torcazas

O una narración extremadamente ociosa


La ventana de mi cuarto da hacia las tejas del patio de los primeros pisos de apartamentos en donde vivo. En este espacio, de aproximadamente 12 metros cuadrados, he logrado ver un par de escenas interesantes. Y no me refiero a las que podrían protagonizar mis vecinos, cuyas ventanas también dan hacia este patio y quienes protegen su accionar con pesadas cortinas, sino a las que interpretan las aves del sector.

La sensación de soledad de este lugar en las mañanas llega a ser opresora. Es el silencio de las áreas residenciales, la soledad de las pocas ropas que cuelgan algunas amas de casa, el abandono de los hogares por parte de las familias trabajadoras y estudiosas, son las no-acciones que configura la sensación de muerte matutina. Yo, un madrugador del ocio, encuentro mi único consuelo y compañía en las aves que vienen de paso a este minúsculo espacio.

Si, han sido historias de pájaros las que me han hecho pensar en los últimos días. La más reciente corresponde a una pareja de torcazas que establecieron su nido en el soporte de una canaleta para aguas lluvias. Ciertamente este es un espacio adecuado para montar un nido, ya que allí he visto como en repetidas ocasiones otras parejas de torcazas multiplican su progenie.

Sin embargo, esta parecía una pareja de padres primerizos. Durante los primeros días, y antes de la temporada de lluvias, las aves empezaron a traer todo el mobiliario necesario para el nido. Y aunque disto mucho de ser un ornitólogo consagrado, mis tímidas observaciones de barrio me han permitido establecer que el tiempo de construcción de un nido es mucho más corto que lo que estas aves se tomaron.


Para cuando el nido estaba terminado, la temporada de lluvias comenzaba. Y aunque contento por mis nuevos acompañantes, temía un poco por su suerte. Seguramente empollar en tan difíciles condiciones de humedad y temperatura implicaría una mayor demanda calórica y por lo tanto un esfuerzo mayor. Pensé en ayudarlos, pero mi conciencia me detuvo, argumentando que este era el ciclo de la naturaleza y que debía respetarlo, sin importar su desenlace.

A pesar de las difíciles condiciones, la pareja logro llevar a feliz término la primera etapa de la crianza. No obstante, me sorprendió ver que en el nido solo había un recién nacido, cuando la regla general es una pareja o un trío de polluelos; seguramente un huevo se había echado a perder. Ignorando esta pequeña tragedia, me decidí a seguir observando cómo lidiaban con esta nueva criatura.

Por lo menos durante cuatro días las cosas se dieron sin contratiempos. El polluelo chillaba, los padres llegaban, lo alimentaban y le daban calor. Aunque llovía a cantaros, los padres no dejaban sus puestos de guardia: se estaban comportando a la altura.

Pero al quinto día una sensación de desconcierto me invadió: sin haber competencia el polluelo se había caído.

Me pregunté, ¿Cómo carajos sucedió esta estupidez? Por lo que sé, cuando hay dos o más polluelos y la competencia para sobrevivir se vuelve más intensa, una de las crías es empujada fuera del nido y muere por el impacto contra el piso, dejando así el camino libre para la criatura más fuerte. En este caso, y habiendo solo una cría, me pareció increíble que se hubiera caído del nido. ¿Qué clase de movimiento brusco cometieron los padres de la indefensa criatura? Ahora la pequeña ave chillaba entre las tejas plásticas del patio de los vecinos, sin la protección del  nido, ubicado unos cuantos metros más arriba.

Los padres, por ese poderoso instinto natural que caracteriza a los seres vivos, siguieron proveyendo a la criatura de comida. Refugiado en un pequeño agujero entre el desagüe y la teja, la pequeña ave se acurrucó, mirando con miedo al extraño sujeto que salía de la ventana de al frente únicamente para observar cómo sus padres le alimentaban. Afortunadamente para todos, aquella noche no llovió, así que supongo que todos durmieron en paz.

A la mañana siguiente, y antes de salir a realizar mis tediosas responsabilidades, revisé el estado de la familia. Vi que el polluelo seguía en la teja, y que por su plumaje seguramente aun faltaban por lo menos un par de semanas para que llegara a volar. Les miré con compasión, seguramente el pichón no alcanzaría a sobrevivir y los padres se habrían esforzado en vano todas esas semanas. Entonces se despertó en mí un dilema: ¿Debía ayudarlos? ¿Por qué habría yo de intervenir en el ciclo natural? ¿Quién era yo para demostrar compasión frente a una pareja de padres que habían hecho mal su trabajo? ¿Qué derecho tenía yo para ponerme por encima de la naturaleza? ¿Mi condición de ser humano, racional y cultural? ¿No sería cruel mostrarme indiferente ante esta situación? ¿No era la vida de una pobre inocente criatura la que corría peligro? Supongo que estas no son las reflexiones que atormentan a la gente normalmente, pero en mi caso, la intervención sobre el ciclo natural me pareció trascendente.

Y aunque mi mente resolvió dejar que las cosas sucedieran como debían suceder (la respectiva muerte del pichón), mis manos se encontraron lanzando pedazos de pan sobre las tejas, con el fin de que los padres no tuvieran que esforzarse mucho en la recolección de comida para dársela al pichón.  Tristemente aquellas torcazas tomaron mi acto con desconfianza, y volando hasta las tejas más altas, observaron con atención mis movimientos al interior de mi habitación, como esperando a que me lanzara sobre la indefensa cría. Frente a tal indiferencia pensé que mejor me hubiera sido continuar en mi papel de observador que haberme inmiscuido en los asuntos que no me competían. Monté mi bicicleta y salí de mi casa, olvidando por completo el pequeño drama que dejaba atrás.

En la noche, la lluvia, el cansancio y el tedio me obligaron a llegar directamente a mi cama, sin tener tiempo ni espacio para pensar en las aves que anidaban en el patio. Dormí como un bebé aquella noche. 

Con las primeras luces de la mañana atravesando mi cortina verde, y los fuertes retorcijones que caracterizan mi mala digestión, entré en una especie de sopor previo al despertar. En medio de aquel estado alterado de la conciencia escuché unos golpecitos afuera, como de un ave comiendo las migajas que se le dejan en la cornisa. De inmediato pensé que los padres del pichón habían aceptado mi regalo y la crianza continuaba. Entonces recordé que aquella noche había llovido torrencialmente y pensé en el pobre pichón. ¿Habría sobrevivido a aquel diluvio? ¿El frío de la mañana lo habría matado? ¿Sus padres se habrían encargado de protegerlo? Para la tranquilidad de mi morbo todas las respuestas que necesitaba estaban a una cortina de distancia.

Al correr la pesada cortina me di cuenta que todos habían desaparecido, tanto el pichón como los padres. No había cadáver. Es probable que los vecinos, dueños de la teja, hubieran recogido el cadáver del pequeño polluelo para evitar malos olores. La canaleta de aguas lluvias parecía vacía, y el pan que había tirado el día anterior ya no estaba allí. En lugar de las torpes torcazas había una pareja de golondrinas acicalándose graciosamente sobre las cuerdas para tender la ropa. Era como si la naturaleza me dijera que podía ser tan bella como hostil.


Y en efecto, la naturaleza es una construcción caótica. 

jueves, 19 de marzo de 2015

Vicio contemporáneo

Ya no se me ocurre
que escribir.

Olvido las buenas ideas
y escribo las malas.


Desperdicio mi tiempo
con dosis
de 12 horas en Internet.

lunes, 16 de marzo de 2015





Telos


No hay en el mundo un sentido de ser como finalidad, no existe tal teleología de las cosas. No hay más allá, y si existe no es de nuestra incumbencia. ¿Para qué pensar lo impensable? Mierda, uno está acá, ahora, inmiscuido en la humanidad: ¡a fornicar! ¡a embriagarse! Si puede lea uno o dos libros, si son de Coehlo mátese. Como humano, no va a conocer otra belleza superior, confórmese con "la belleza cultural".


domingo, 15 de marzo de 2015

Perverso

Como desearía en este preciso momento actuar como un espejo energético y tenaz en el que mi enardecido odio refleje el halo de la desgracia para aquella maldita bruja, emulando los daños que le han sido imputados por el azar a su réplica inmediata. Disfrutaría con sincero desprecio el amargo sabor de saberse podrido por dentro al desearle la desgracia a un indefenso espíritu canino  que no entiende el poder sígnico que se posa sobre él  y el odio que hacia él se dirige.

Que si mis palabras son verdaderamente poderosas, lo dudo. Que si mis turbios pensamientos puedan actuar como flechas del destino para orquestar males, lo dudo. Que sea la voluntad caótica la que decida la configuración de los fútiles hechos que se dan en los cortos periodos de orden espacio-temporal.  


El silencio sea ahora mi compañero, hasta el día en que suceda la desgracia. Entonces habré de confesar que el reflejo de mi voluntad ha sido perverso.