lunes, 8 de junio de 2015

Aro dorado

No puedes pretender
que tus amigas torpes
hagan los mismos giros acrobáticos
que haces tú.

Ellas no tienen esa torsión muda
Ellas no tienen esa sensualidad oculta.

Aquella flexibilidad latente
apenas perceptible
en aquellos gráciles músculos
de matices rosa-amarillos
 hipnóticos traicioneros.

Resaltas con tu zigzagueo
en medio de tus torvas amigas
y aunque lo niegues a muerte
en medio de tu falsa inocencia
sabes bien que es así
y te aprovechas de ello.  

Tu inocencia es solo una pobre mueca
Tu hipocresía a veces no tiene límites.

Siempre que te encuentro
y me miras con ojos de antílope
lloras porque una manada de lobos
quiere hacerte la vuelta
clavarte los dientes
sorberte los pechos
devorarte desnuda
y me lo dices a mí
a sabiendas de lo implicado.

Yo también te deseo con hambre animal
Yo también mataría por una noche de celo.

El anillo en el que te sumerges
siempre ha tenido una solución lógica:
renunciar a tu dulzura
en virtud de tu supervivencia
despojarte de tu divinidad
cómo el patético dios en el que crees
aun a expensas de tu gloria.

Tu y yo sabemos que no estás dispuesta a ese sacrificio
Tu y yo sabemos que adoras ser adorada.

Por lo tanto tu soberbia será castigada
con el abandono de tus sosas amigas
con el resentimiento de tus frustrados amantes
con mi intermitente pero indispensable presencia
con tu peculiar, imaginaria y dolorosa pena
la misma que atormentaba a algunas monjas medievales:
la maldición de haber sido creada bella
por un dios sanguinario y lógicamente imposible
prohibiéndote el placer carnal
pero exhibiéndote frente a nosotros
pobres victimas del sistema
como una zorra inalcanzable
la más preciada perra de la jauría
la más deliciosa obra
de una maléfica mente pecadora.

Pero la revelación es la siguiente:

Tu eres tu propio y asqueroso dios
tu eres la que niega el precioso tesoro
tu eres la maléfica mente pecadora
tu y tus endemoniadas curvas.

Y al otro lado estoy yo
yo y mi irremediable resentimiento
yo mis monstruosos celos
yo y mi desbordado deseo
yo escribiendo sandeces
mientras le entregas tu sexo abierto
a ese cretino remedo de circo
que te incitó a hacer los mismos giros acrobáticos
que en la tarde de María
Santa Juana
me obligaste a arremedar
solo para disfrutar de mi humillación
antes de irte con un frívolo abrazo
y un triste y vacío adiós.