jueves, 21 de julio de 2016

EL ARTE DE DARSE POR VENCIDO

Texto original en: http://dyske.com/paper/897

Una noche de invierno, uno de los amigos japoneses que conocí cuando tenía 20 años estaba tocando guitarra en la fiesta de navidad de su empresa. Él era un arquitecto 10 años mayor que yo. Antes de que decidiera estudiar arquitectura, él se estaba haciendo una vida como guitarrista en Japón. Aquella no era la primera vez que lo veía tocar, pero seguía sorprendido por lo bueno que era. Después de su presentación, le pregunté si no sentía pena por no haber seguido con su carrera musical. Él entonces compartió conmigo su confirmación de que la vida era un proceso de darse por vencido. En ese momento no pensé mucho en lo que dijo. Creo que recuerdo esto únicamente por su inusual revés a las creencias populares.  Sobre todo en esta tierra de sueños “darse por vencido” se ve casi como sacrilegio. El sustento de todo el mundo parece estar en ostentar grandes, aunque distantes sueños.  Para algunas personas, mientras más sueños, mejor. Entonces ¿Qué quería decir mi amigo cuando afirmó que la vida era un proceso de darse por vencido?

Ahora no solo lo entiendo, sino que yo mismo lo creo. Otra forma de decir lo mismo es que la vida es un proceso de dejar ir tu propio ego, o dejar ir aquello a lo que estas apegado. Contrario a lo que se podría asumir por la connotación de la expresión “darse por vencido”, esto se hace con el fin de disfrutar más de la vida. Por ejemplo, no puedes disfrutar del alcohol si estas enganchado a él (o si eres adicto). El goce de cualquier cosa requiere una cierta distancia. Cuando la idea del ego propio esta enganchada al objeto del placer, se pierde la capacidad de ver las cosas por lo que son. Creo que esto es en parte responsable del fenómeno llamado “el bloqueo del escritor”, en el que la identidad de “escritor” está tan enganchada al ego propio, que el miedo a perder esta identidad se vuelve más grande que el entusiasmo por escribir. Es por renunciar a la idea de ser un “escritor” que uno es capaz de ser un escritor y disfrutar siendo uno.  Esto es difícil de hacer, especialmente en un país donde la existencia propia está definida por la profesión. El miedo de no estar a la altura de la reputación de “El más grande escritor Estadounidense” fue probablemente lo que mato al escritor en Truman Capote, por ejemplo.

En este sentido, “darse por vencido” no es lo mismo que renunciar. Mi amigo seguía tocando la guitarra, solo que él no continuaba profesionalmente. La mayoría de alcohólicos no pueden disfrutar del alcohol con moderación, tienen que dejarlo por completo. De la misma forma, cuando estas apegado a algo, tus opciones están entre dejarlo por completo o depender de ello para toda la vida. De cualquier manera, no es agradable. También es común ver aspirantes a artistas, músicos y actores dejar por completo sus actividades una vez llegan a la conclusión de que nunca van a lograrlo. En ese punto, se vuelve evidente que la motivación detrás de sus propósitos creativos no era su pasión o entusiasmo, sino su apego a la idea de convertirse en alguien. O, también es posible, que cualquier entusiasmo que hayan tenido haya sido abrumado por el miedo a fallar. Irónicamente, creo que si puedes abandonar la idea de “lograrlo”, podrías tener un mayor chance de lograrlo. Si no se estuviera bajo la presión de las expectativas propias, se podría disfrutar más de las actividades, y por lo tanto producir una mejor obra.

La gran pregunta es: ¿Por qué desarrollamos apego a las cosas? Como Aldous Huxley dijo, la mayoría de seres humanos tenemos una capacidad casi infinita para dar las cosas por sentado. Desarrollamos apegos y ni si quiera lo sabemos. Solo cuando nos vemos amenazados por la falta o la perdida de las cosas, nos damos cuenta de lo apegados que estamos a ellas. Si perdemos nuestra vista, por ejemplo, algunos de nosotros podríamos considerar el suicidio; pero si pensamos objetivamente en la cantidad de personas ciegas que disfrutan de sus vidas, entonces parece tonto estar deprimido, incluso por ser ciego. Además ¿Por qué los animales no tienen el mismo problema? Un perro puede perder una pierna, y continuar viviendo tan feliz como antes. Tal perro obviamente tendría que luchar y sufrir las molestias, pero su espíritu no se vería afectado. Algunos animales como los elefantes aparentemente exhiben señales de depresión por la pérdida de sus amigos o parientes, pero la mayoría de animales abandonan a sus propias crías casi tan pronto como nacen y nunca las vuelven a ver. Ellos parecen no tener apegos, viven estrictamente en el momento presente.

Esto me lleva a creer que existe una razón evolutiva para nuestra tendencia a desarrollar apegos. Mientras más evolucionada es la especie, más apegos parece exhibir. Mientras más apegados estemos a nuestra propia vida, más fuerte será el deseo de sobrevivir. La selección natural, de esta forma, quizás favorece a aquellos humanos con egos fuertes. Los egos fuertes chocan y crean conflictos, pero estos choques de ideas y egos obligan a que mejores ideas salgan a flote. Las ideas mismas pasan por el proceso de selección natural. Sin egos y apegos, el sistema no podría funcionar, y nosotros como especie estaríamos menos equipados para sobrevivir.   

El Budismo Zen es un proceso de desprendimiento. Está tan preocupado por el apego, que desaconseja apegarse a la idea de desprendimiento, y puedo ver por qué; porque de hecho el apego tiene funciones positivas y útiles. En este sentido, Zen no es un proceso de desapego, sino simplemente la comprensión de lo que es accesorio.

A medida que envejecía y enfrentaba varios deterioros físicos, me vi forzado a estar en paz con la idea de darme por vencido en ciertas cosas de la vida. Posiblemente podría rehusarme a aceptar la idea de rendirme, e intentar correr 10 millas cada mañana, o gastar horas en el gimnasio, pero si mi motivación para conservar mi fuerza física es estar en negación, entonces a lo que realmente estoy renunciando es a tener el coraje para enfrentar la realidad. De nuevo, este apego a la fuerza física eventualmente extinguirá cualquier goce que pueda obtener al ejercitarme.

Tener un niño es una espada de doble filo en la que se puede acelerar este proceso de desapego, o bien fomentar un mayor apego al ego propio. Si vas a ver a tu propio hijo como una extensión de tu propio ego, estas inclinado a moldearlo en algo que tú quieres. Si tienes éxito con ello, tu hijo fortalecerá tu apego a tu propio ego. Por otro lado, si ves a tu hijo como otra persona con su propio ego, él te dará la oportunidad de observar objetivamente tu propio ego. En otras palabras, tu hijo se convierte en una útil herramienta para desprenderte de tu propio ego.

Cuando dices, “me sacrifico por mi hijo”, lo que realmente quieres decir es que estas dispuesto a hacer concesiones entre lo que quiere tu ego y lo que el ego de tu hijo quiere. En un mundo ideal, lo que desea tu ego coincide con lo que el ego de tu hijo quiere (Porque él es meramente una extensión de tu propio ego). Si no tienes esta expectativa, entonces no habría “sacrificio” ya que la diferencia sería exactamente lo que quieres, con el fin de alcanzar el desapego de tu propio ego.


Si mis observaciones son correctas, el desapego nos permite disfrutar la vida en su forma menos contaminada, pero el apego nos permite tener mejores chances para sobrevivir como especie. Parece que las fuerzas de la evolución actúan en contra de nuestro deseo de disfrutar la vida. Podría parecer irónico, pero la vida es solamente la interacción de dos fuerzas opuestas. 

martes, 26 de abril de 2016

NOSTALGIA

A Hope Harper

Ayer, navegando en internet
encontré una actriz porno con tus ojos
esos que tienen tanto de perra insaciable
como de dulce borreguita.

Y ella (tu) me decía entre suspiros
'I really missed your cock'
y yo la (te) veía,
enternecido y conmovido
con la verga palpitante
bien cogida entre las manos.

Aquella noche
me pajié con cariño,
como si te estuviera haciendo el amor
como si tu y ella
fueran la misma fiera.

lunes, 25 de abril de 2016

PETICIÓN

Dame de tu droga
del gusto agrio de tu tierno sexo
Permíteme adentrarme
tras el nimio límite de tu elástico rosa.

Provéeme de huesos y cartílagos
del arco corpóreo de tu dúctil clavícula
Déjame acercarme
y jadear al ritmo de tu palpitante vientre. 


Oh, dulce niña
concédele a este espíritu errante,
alma de acero y polvo,
el aliento y el vigor
de tu carne blanda
y tu piel morena
ahora
y por los siglos de los siglos
Amén. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

REVELACIONES

Intenté expresar esto a través de un poema, pero el resultado fue desastroso. Cuando por fin escribo con cierto juicio y dedicación me sorprende que resulten textos tan feos, mediocres y sin gracia. Debería dedicarme a la carpintería. Como sea, prosigamos.

La angustia y el tedio se apoderaron de mi cuarto. Anidaron como dos aves negras, y en mi cama construyeron el imperio de la desesperación.  Presa del miedo abrí de par en par mis puertas y ventanas, invitando al sol, al viento y a la nube a pasar, buscando su frescura, su luz y liviandad. Los dos primeros siguieron su raudo recorrido hacia el inconmensurable infinito, la tercera simplemente se quedó retozando.  Yo, como buen arribista, o solamente para escapar de mi asfixiante habitación, salí corriendo en busca del poderoso, el rápido y la tranquila, encontrando únicamente su rastro efímero sobre un gran lienzo azul.

Ordené entonces mis pasos y los encaminé en una línea recta hacia el más lejano occidente, sabiendo que al cruzar la avenida encontraría un par de casas más, el parque, y luego la reja que marcaba el fin de la ciudad y el inició de los últimos resquicios  de ‘vida salvaje’. Justo al cruzar la fachada de la última casa me encontré de frente con un papagayo petrolífero, extraña criatura mitológica, producto del reciclaje artístico de los desechos producidos por la industria automovilística. Lo observé durante un buen tiempo, mientras intentaba establecer algún código común entre mi acongojada presencia y la de las plantas que morían en su espalda. Al encontrarme con el silencio propio de una criatura con pico de madera, decidí continuar con mi marcha.

No pasó mucho tiempo hasta ver criaturas y conjuntos que llamaran mi atención. Un delantero que era su propio arquero, un jardín sin delicias y un paraíso sin dios, un cerebro de bermudas negras que levantaba la totalidad de su bulbo raquídeo y un voyerista que le miraba mientras hablaba por teléfono. Todo iba bien hasta que encontré tres plantas de ortiga: el presagio de la desgracia venidera, el profundo trauma de la infancia.

Recordé de inmediato aquella ocasión cuando una tía me jugó una cruel jugarreta. Tomando una hoja de ortiga, y sabiendo de mi ingenuidad infantil (que persiste hasta el sol de hoy), me dijo con ternura que aquella planta causaba efectos muy divertidos al contacto. Sin esperar a que yo diera alguna respuesta, la estampó contra mi mano con un sonoro aplauso. Acto seguido emití un leve grito y la frustración recorrió mi cuerpo ¿Por qué? ¿A quién había fastidiado yo para ser castigado de esta manera? Acababa de regresar del martirio que representaba para mi joven yo tener que ir a patinar, que en realidad más que ir a patinar era ir a ser sometido a humillaciones por mi desastroso estado físico (cosa que también persiste hasta el sol de hoy), y estaba aliviado por poder regresar finalmente a casa para descansar. Pues bien, al llegar a casa de mis tíos, el abuelo de mis primos, hoy con su cuerpo casi paralizado, ayer un anciano enérgico y jovial, me dijo que era tradición en su época orinar sobre la mano para calmar la molesta sensación de la ortiga. Ni corto ni perezoso me dirigí al baño, bajé mi bragueta y el tibio líquido amarillo mojó toda mi mano. Por un momento sentí el alivió del que hablaba el anciano, pero luego de juagar la maloliente extremidad la molestia regresó y no me dejó hasta el día siguiente.

El recuerdo no tomó más de dos segundos de mi persecución, pero fue un aviso más impresionante que una señal de amarillo sobre negro. Y sin embargo seguí adelante, a sabiendas de que al atravesar el parque, al bordear la cerca, me esperaría la desgracia. La vida, con sus misteriosas formas de trabajar, puso frente a mí una señal más clara que también decidí pasar por alto, y que de una u otra forma me preparó para lo que venía. Un feo y minúsculo perro olió mi tristeza y empezó a ladrarme desde lo lejos. Su dueña, una mujer regordeta de leggins negros y chaqueta fucsia regañó al canchoso, pero este la ignoró ya que su odio intrínseco a la melancolía lo impulsaba a atacarme. Después de varios intentos, la dueña decidió amarrarlo y entrarlo a la casa. Cuando finalmente observé, después del andén donde descansaba aquella adorable pareja, había por lo menos diez (10) perros oliéndose los culitos y descansando en la yerba… y hacía allá me dirigía. Era en este sentido advertencia e inducción a la vez. Si daba vuelta o si seguía adelante estaba bien, ya estaba advertido.

Recordé de inmediato otro de los significativos traumas de mi infancia: mi infundado miedo hacia los perros. Dice mi abuela que cuando pequeño yo era un amigo inseparable de los canes. Tanto, que muchas veces al ver un perrito callejero me abalanzaba sobre él con especial alegría y ternura. Pero un día, no sé cómo ni cuándo, las cosas cambiaron. Empecé a temerles profundamente, a pestañear con sus ladridos, a huir de sus atléticas extremidades y de sus filosas y húmedas fauces. Durante un par de periodos de mi adolescencia temprana intenté superar este miedo, pero la cura fue peor que la enfermedad. Un french-poodle intentó morderme después de un torpe acercamiento callejero, casi idéntico al que he utilizado con las mujeres durante mi corta vida sexual. Así que decidí alejarme del tema (del de los perros) a través de la ignorancia premeditada. Al ver un perro simplemente lo pasaba de largo, sin mirarlo a los ojos, que es lo que más los ofende. Ahora, con diez perros en frente mío, no puedo sino ignorarlos por diez.

Y sin embargo mi pulso se aceleró considerablemente.

Pensé en que los perros huelen el miedo, pero porque uno lo expresa corporalmente, así que conscientemente erguí mi espalda y llené de aire mis pulmones, para pasar por valiente caballero en medio de  fieras bestias. Y debo reconocerlo, algunos entendieron el mensaje y se limitaron a ignorarme de la misma manera que yo a ellos.  Pero no todos lo hicieron. A la mitad de mi recorrido, ya cruzando el parque para llegar al estacionamiento y posteriormente a la avenida que me llevaría de nuevo a casa, uno de los perros se abalanzó contra mí, ladrando, jadeando y mostrando los dientes. Continué ignorándolo hasta que otro can, animado por la conducta de su compañero, empezó a imitarle en ruido y agresividad. Otra fea señora regaño al segundo perro, quien se entró inmediatamente a su casucha para seguir ignorándome.

Sin embargo el primer perro continuó con su despliegue de ira. Salió a correr, tomó impulso y se abalanzo de nuevo contra a mí, esta vez convencido de lo que iba. Ladró una y otra vez, y ante la indiferencia de mi cuerpo, mandó a morderme una nalga. Escapé por unos centímetros, pero mi pantalón alcanzó a rasgarse. Le miré de reojo, era solo un perro, y yo un gigante atormentado ¿Por qué? ¿Por qué hacerle esto a un tipo que solo está caminando por la calle, con sus aspas rotas y su saco al revés?

No sé, supongo que soy tan amargado que hasta los perros, paladines de la más pura felicidad, me odian.

Y es que soy tan débil, tan mediocre, tan abúlico, tan cobarde que ni si quiera pensé en ahuyentar al perro que me acosaba. Curiosamente, es justo esta conducta la que define el resto de mis acciones en la vida, una completa dejación, el miedo y la pereza a la confrontación, a la oposición, a la construcción de sentido a partir del choque. Es por eso que el viento, el sol y la nube me ignoraron por completo. Porque son auténticos, vivos, poderosos. Tanto, que no tienen tiempo para ahuyentar las displicentes amistades de un patético arribista atormentado. Mientras el perro seguía mostrando sus dientes de marfil maloliente yo pensaba en mi debilidad presente y absoluta. Ni aun después de casi haber sido mordido reaccioné. Quizás ni si quiera hubiera peleado por mi vida después de haber perdido un pedazo de pierna por un mordisco.  Mi pusilánime existencia no estaba hecha para la supervivencia.

El perro no se dio por vencido, así que después de yo haber cruzado la esquina se abalanzó una vez más. Esta vez, para mi fortuna, pasaba por ahí un viejo camionero de contextura gruesa y bigote de testosterona. Hombre adulto y curtido, seguramente precursor de experiencias que han arriesgado su vida y la de sus congéneres; borracho y grosero, todo un ejemplar masculino de nuestra especie. Y fue él, y no yo, paradigma de la racionalidad, quien con un leve movimiento de mano y la actitud propia de un líder, mandó al perro a que se fuera a otro lado, no porque me estuviera atacando, sino porque con sus ladridos fastidiaba la tertulia que levaba a cabo con sus amigos conductores.
Ignoré también a estos especímenes, ya que la cobardía había invadido la red de mi cerebro y había hecho las conexiones que corroboraban la esencia de mi espíritu: una completa falta de pasión, inclusive por la vida misma.   


Recorrí con pena el camino de regreso a mi casa. Cuando entré a mi habitación el tedio se había marchado, seguramente a traer el alimento de la angustia. En el nido sobre mi cama, dos huevos moteados que son la reencarnación de mi propio mal. Los corro hacia los pies de la cama y acomodo mi cuerpo de tal forma que no toque los cascarones metálicos. La angustia me mira con atención, esperando a ver mis movimientos. Decido ignorarla a ella también, y veo como por mi ventana el sol, el viendo  la nube siguen con su carrera hacia el infinito. Cierro los ojos sabiendo que nunca seré participe de su competición, que mi lugar es aquí, en mi habitación, empollando la cobardía y el terror para que un día salgan a volar con mi espíritu acongojado que solo busca un poco de obscura comprensión. 

lunes, 7 de marzo de 2016

FUTURO

Ahora estoy dispuesto a todo. Me he rendido por completo frente a mi angustia. Deseo someterme a tratamiento, olvidar toda esta desesperación que me agobia, ejecutar la catarsis, liberarme de mis complejos, estandarizarme, alienarme, ser un joven feliz y exitoso, pensar en metas claras, tener objetivos, deseos, hacer ejercicio, conseguir trabajo, irme de la casa, sentirme feliz y pleno, conseguir una novia estable, sosa pero querida, graduarme, conseguir un mejor trabajo, casarme, comprar una casa, comprar luego un lote cerca a un pueblo, construir allí una casa, adoptar, criar a un niño que se llame Jorge y sea mi orgullo, criar a una hija que se llame Sofía y sea la luz de mis ojos, tener suficiente dinero para darme mis gustos, jubilarme, vivir en mi casa de campo, llorar por la muerte de mi madre pero recordar con cariño su rostro de orgullo y satisfacción, montar bicicleta, accidentarme, recupérame aunque con secuelas, envejecer, ver a mis hijos tener hijos, jugar con mis nietos y también verlos crecer, sufrir de tensión arterial o diabetes, quizás desarrollar un cáncer por mis malos hábitos en la juventud, pedirle a mi familia que no se preocupe por mí, tomar las mismas pastillas que tomaba mi madre y mi abuela, reír con mi mujer recordando la juventud en una tarde de jueves mientras el sol se oculta, pasar navidades en familia, enviar regalos de cumpleaños, ser el mejor abuelo del mundo, deteriorarme lentamente, despertarme un día y no poder volverme a poner de pie, recordar que cuando joven decía que entonces me mataría, no matarme, tomar todas las medicaciones, ser tan cobarde como para no decidir morir, volverme cada vez más senil, quizás experimentar un poco de la locura propia de los viejos, llorar en mis momentos de lucidez porque mi mujer se ve más triste que siempre, porque aun no me quiero morir… aferrarme como nunca a la vida, pedir de la presencia de mis hijos y nietos en mi lecho de muerte, entristecerlos y asquearlos profundamente, pedirles disculpas y luego, después de todo esto, expirar por última vez y perderme en la bruma de una muerte en paz.

Pero sé que nada de esto va a suceder.

Cuando acepte someterme a cualquier clase de tratamiento, me daré cuenta que es tan ingenuo y falso como ser cristiano o volverse vegetariano. Entonces mi terrible nihilismo me obligara a renegar de cualquier intento de repararme y no llegaré a ninguna catarsis, no me liberaré de mis complejos, seguiré siendo un marginal, un joven amargado y triste, principalmente un resentido, voy a seguir engordando, fumaré y consumiré más drogas, probablemente esnife cocaína y me vuelva adicto, sediento de un poder que ninguna experiencia o sustancia puede ofrecerme, tendré poco sexo casual y ninguna relación importante, seguiré viviendo bajo el techo materno hasta que mis maletas sean lanzadas por la ventana, con dificultad me graduaré y conseguiré un trabajo en algo completamente distinto para lo que estudié, pagaré arriendo en una pieza en el culo de la ciudad, allí me tiraré a la ingenua hija de la dueña de la casa y la muy fértil quedará embarazada, no me casaré, ni si quiera formalizaré la relación, me comprometeré a responder por el niño que está en camino e intentaré conseguir un mejor trabajo, no lo voy a conseguir, haré malos negocios, pediré prestamos y no los podré pagar, quedaré en banca rota y entonces nacerá el niño, no podré responder por él, intentaré escapar pero la demanda de alimentos me perseguirá hasta el fin del mundo, intentaré suicidarme pero mi cobardía no me dejará, pensaré en alguna opción, recurriré a mis contactos de juventud, ellos me habrán olvidado, volveré al trabajo de siempre o pasaré a uno peor, escasamente tendré para sobrevivir,  entonces mi madre morirá con la vergüenza de haber tenido un hijo igual a su marido, lloraré como nunca en mi vida e intentaré suicidarme una vez más, algún inquilino me salvará, mi hijo empezará a crecer con un rencor especial contra mí, no sabría que decirle cuando estoy con él, le digo que por lo menos no estoy en la casa estorbando a su madre, luego de unos años perderé su rastro y empezaré a envejecer, ningún proyecto en el que hubiera invertido algo de energía logró germinar y me angustiará pensar en lo que haré durante lo que me resta de vida, seguiré trabajando en el mismo sitio y me emborracharé cada vez más seguido, la cirrosis atacará junto con la tensión alta, olvidaré tomar mis medicamentos, la soledad que me acompaña desde la juventud agravará mi salud, a los cincuenta me veré como de sesenta y a los sesenta mi hijo reaparecerá, me verá con más asco que lástima, pero él será un buen hombre o una buena mujer y se preocupará por mí, o eso me hará creer, me comprará un bastón y me llevará a un ancianato de mala muerte, como esos que pedía mi abuela cuando se sentía desesperada, entonces conoceré a otros ancianos iguales o peores que yo, al principio mi hijo me visitará cada semana, cada mes, cada seis meses y luego se olvidará de mi, entre tanto mi memoria se hará más mordaz, me recordará todos los errores de mi pasado, lamentaré haber perdido tanto tiempo, lamentaré no haber creído en nada, lamentaré haber vivido por inercia, lamentaré no haber amado, recordaré aquel amor que tuve en mi temprana juventud, me llenaré de nostalgia, lloraré por las noches, todas las noches, despreciaré mi vida, pero seré muy cobarde como para intentar un tercer suicidio, cada vez saldré a tomar menos el sol, cada vez me iré encerrando más y más en el laberinto de mi mente atormentada por la angustia y el dolor, entonces vendrá mi hijo a visitarme, yo estaré ansioso de conversar con él, pero él solo dirá un par de palabras que no entenderé y se irá, luego de eso no volveré a salir de mi cama y allí, en un cuarto apestoso a orines, rodeado de otros patéticos viejitos, moriré sin gloria y con mucha pena, sin haber disfrutado por un segundo lo que era la felicidad.


Después de todo esto ¿Cómo no temerle al futuro? 

sábado, 13 de febrero de 2016

SOBRE LA POESÍA

Últimamente la gente escribe muchos poemas sobre la poesía, pero en realidad no hace poesía. Entre esa gente estoy yo. Escribimos que la poesía es esto, que la poesía es aquello, que la poesía es esto otro, pero en realidad casi nadie se sienta a hacer la juiciosa y concienzuda tarea de escribir un poema. Y no hablo de cualquier poema culo de internet, hablo de poemas de verdad.

Ahora bien, muchos se preguntaran a que me refiero con un poema de verdad. Quiero aclarar, antes que nada, que los poemas que he escrito, salvo uno o dos, no son poemas de verdad. Repito, y en mayúsculas: YO NO HE ESCRITO POEMAS DE VERDAD.

Una vez hecha la aclaración, procedemos. ¿Qué es un poema, un poema de verdad? Un poema es una construcción literaria en la que se expresan, de manera estupenda y con especial cuidado, las emociones humanas. Así de sencillo. Obvio, es fácil definirlo, pero a la hora de la verdad escribir un poema es toda una hazaña.

Ante todo porque requiere de una sensibilidad superior. Captar la belleza y la complejidad de las emociones humanas no es sencillo, hay que estar alerta, con la mente abierta y el corazón (válgame aquí la cursi figura poética) dispuesto para  atrapar la esencia misma de las emociones humanas. Y es que con toda sinceridad debo apuntar que estar borracho, trabado, enamorado o entusado no es suficiente, más a esta edad, más con estos tiempos que corren. Si bien son unas de las emociones humanas más frecuentes, no son las únicas, y no logran captar ni la más mínima parte de la compleja gama de emociones de la que está hecho el ser humano. ¿Dónde queda el deseo más allá de lo romántico o lo sexual? ¿Aun queda sentido de sacrificio? ¿Aun existen héroes y tragedias? ¿Aun hay fascinación por lo minúsculo? ¿Por la hormiga que pasa, por la mancha de grasa? ¿Y lo colosal? Más complicado aun, ¿Dónde están las emociones oscuras? ¿Dónde el odio y el desprecio? ¿Dónde la mala intención y el rencor? ¿No estamos llenos de villanos? ¿No somos nosotros mismos personas malas? ¿Dónde está la angustia más allá del egoísmo? ¿Dónde el miedo a la extinción, el terror a la muerte?

Lastimosamente nunca hemos escrito poesía, y si lo hemos hecho, ha sido una poesía local, completamente alejada de lo que se podría entender como poesía de verdad, poesía universal, poesía que retrate los sentimientos humanos. ¿Dónde está el amor, más allá de mi obsesión egoísta? ¿Dónde la metrópoli más allá de Bogotá?

Y luego, tras el problema de los temas, se suma el asunto del lenguaje. Si bien estos tiempos ya no exigen el uso de una rima, una métrica y una poética tan ajustada como en otras épocas de la historia, creo que nunca está de más construir poemas que, por lo menos, sean respirables. No le voy a echar la culpa al verso libre, me parece que bajo esta modalidad se han escrito obras magistrales, poemas de verdad. Tampoco voy a defender violentamente el regreso al verso alejandrino, al endecasílabo, a la rima asonante, ya que además de ser anacrónico, estaría imponiendo un yugo difícil de llevar. Sin embargo si me preocupa que muchas veces los versos no tengan ritmo o musicalidad, o que a veces ni si quiera hayan versos. Aquí está la diferencia fundamental entre un puñado de frases lindas y un poema. En el poema las frases crean relaciones, oposiciones, hay regularidades, repeticiones, se construye una unidad total.

Finalizando, debo reconocer que hoy volví a fallar, justamente con respecto a la premisa expuesta al principio del texto: volví a escribir sobre la poesía. Esta vez más como un analista, casi como un crítico. Me duele no poder escribir un poema, no tener la sensibilidad para atrapar las emociones humanas, no tener la dedicación para construir un poema palabra por palabra. Lastimosamente, y por el bien de mi salud mental, debo renunciar, si alguna vez fui llamado de esa forma, al título de joven poeta. No soy más que un charlatán. Una vil mentira.


Por lo demás, la tarea está aún por hacerse, que los poetas escriban poesía, buena poesía, poesía de verdad… aunque a nadie le importe, aunque el mundo siga girando y el poeta muera de hambre ¿Acaso eso no lo sabemos ya? ¿Para qué seguir haciendo hincapié en ello? ¡A escribir!